Amigo E.,
ciertamente razones para odiar el teatro no faltan, como para odiar cualquier otra cosa cuando se tienen ganas de odiar. Pero una vez constatado este lugar de negación, lo que queda es mirar hacia delante. Discutir el teatro, igual que cualquier otro concepto, como un instrumento de delimitación y, por tanto, de exclusión, como género fijado institucionalmente, es, como dice Fernando Renjifo en la primera edición de Homo politicus —una idea que aparece también de refilón en estas conversaciones de Beirut— una discusión conservadora en sí misma. Más allá del juego de intereses que esconden estas polémicas sobre géneros y límites, conceptuales o geográficos, lo que queda es la utilidad de una idea o una práctica artística para seguir pensando algo más que aquello que niega. Ahí radica su potencia, en la posibilidad que brinda para mirar de otra manera, de abrir nuevos espacios de comunicación y construir otros lugares. Si una idea no ayuda a pensar algo y solo vale para clasificar lo que ya ha sido previamente seleccionado, no tiene más utilidad que la de ocupar un lugar en los cementerios de ideas, engrosando bibliografías sin otro sentido que legitimar lo ya sancionado. Se trata de considerar, como dice el título de esta obra, El lugar y la palabra, por ahí empieza toda política, por los lugares y por cómo se construyen estos lugares, los lugares del hombre, los lugares del teatro, los lugares de la palabra.
En esta obra Fernando Renjifo construye efectivamente un lugar para la palabra. Esta podría ser una buena definición de teatro, o al menos una definición que sirve para pensar el teatro y otras cosas al mismo tiempo, el teatro como un lugar para una palabra que se genera, como toda palabra, a partir del otro, del ausente, del que no está ahí delante. Sin embargo, esta definición no hace justicia al teatro, porque este puede no tener palabras. De entre estos dos polos, espacio y palabra, nos quedaríamos con el primero, lo del lugar sí que parece totalmente necesario. El teatro está ligado a un espacio donde sucede algo, pueden suceder las palabras o los sonidos, los cuerpos, el encuentro, el tiempo o las imágenes, pero no suceden de cualquier manera. ¿Cómo se prepara ese acontecimiento para que haya teatro? es una pregunta que vale de guía, sin ánimo de llegar a la esencia de nada, sino para seguir cuestionando la idea del teatro de una manera productiva, no como negación de algo (el texto dramático, la palabra, la actuación, el director de escena, etc.), sino como búsqueda y en todo caso afirmación de ese algo que se busca, todavía incierto —la certeza es mala compañera del arte y del pensamiento—.
Retomando la etimología griega, la teoría ha insistido en el teatro desde el punto de vista de la mirada, como un lugar donde se va a mirar. No obstante, desde
Al inicio de El lugar y la palabra era difícil pensar en términos de mirada o actuación, quizá porque no había nada que mirar (el espacio central que podría hacer de escenario estaba vacío) y tampoco había nadie que pudiera actuar. Esto se hizo más patente cuando la obra fue avanzando y nada cambió, el espacio siguió vacío, y más que algo para ver, se ofrecía algo para oír, fragmentos de conversaciones en árabe, inglés y francés. Estas conversaciones se traducían por medio de textos proyectados en una pared negra que hacía de fondo del escenario. Los textos se iban pasando conforme avanzaban las conversaciones. La disposición de los textos recordaba a los subtítulos de una película, no ocupaban toda la pantalla, estaban en la parte de abajo, lo que hacía que la ausencia de imágenes fuera más llamativa, como también lo hacía llamativo el tema del que se trataba, Beirut… Qué fácil hubiera sido amenizar la ocasión con unas cuantas imágenes de edificios en ruinas o cuerpos torturados, mutilados, sin vida. Pero nada de esto se mostraba, ni siquiera los rostros de las personas que hablaban. A pesar de estas ausencias o quizá por ellas, toda la situación tenía una enorme fuerza teatral. La gente en silencio, allí reunida, oyendo aquellas voces, ininteligibles para quienes no supieran esos idiomas y quizá por eso más sugerentes, leyendo las mismas palabras. Hasta el primer tercio de la obra lo único que se ofrecía a la vista era ese mismo grupo de personas, sentados frente a un espacio vacío, en silencio, atendiendo a las palabras dichas por alguien de quien no se sabía casi nada. Palabras que venían de otro sitio, de otros cuerpos que no estaban allí, que hablaban de otros lugares y otras historias. Son las palabras del otro. Como dije antes, toda palabra es la palabra del otro. La palabra le viene dada al hombre como un suplemento, un vestido nunca adecuado del todo, un instrumento para hacerse, proyectarse y pensarse, aunque esta distancia que separa la palabra y quien la dice no siempre se haga visible.
¿Quiénes eran esas personas que hablaban? Uno parecía tener más edad y hablaba en árabe, parecía atender un negocio, donde una niña preguntaba si tenían CDs para ordenador y luego algo para una playstation. Había una mujer que hablaba en inglés y otra en francés, y había también la voz de alguien que hablaba en inglés sobre literatura y decía algo acerca de los lugares, el lugar delimitado y fijo como un sitio de exclusión. Este decía cosas más filosóficas. Había otras voces que no recuerdo y risas y juegos y alguna canción. Entre medias de los subtítulos se intercalaban citas literarias con una gran fuerza poética dentro de su carácter críptico. Estas citas provenían del libro de Antonio Gamoneda, Descripción de la mentira, según entendí luego por el programa de mano.
En un momento se detenían las grabaciones y Ziad Chakaroun y Alberto Núñez se descalzaban, bajaban al escenario y se tumbaban boca arriba, uno encima del otro, permanecían un buen tiempo, en silencio. Y sólo pasaba eso: dos cuerpos en un espacio vacío uno sobre el otro mirando hacia arriba. Más adelante Ziad leía un texto en árabe, que Alberto traducía a continuación, y luego, sentados cara a cara, en una mesa que había en mitad de las gradas, hacían unos diálogos en árabe y castellano. Digo “hacían” porque todo en la obra denotaba la conciencia del que sabe que está haciendo algo para los otros, mostrando algo para los demás. Todo se sucedía con un ritmo pautado, que no tenía que ver con lo lento o lo rápido, sino con la manera precisa que conforma un acontecimiento, el ritmo de las cosas, de las palabras, de los cuerpos; a veces podía dar la impresión de lentitud, de un tiempo casi detenido, y otras de un tiempo que se llenaba de palabras, voces y sentidos hasta desbordar la capacidad de recepción del espectador. La velocidad dependía de la subjetividad de cada cual. En el programa de mano se informaba de las fuentes de estos textos: Adonis (del Prólogo a la historia de los Reyes de Taifas y Este es mi nombre), Mahmoud Darwish (Estado de sitio y El fénix mortal) e Ibn Hazm de Córdoba (El collar de la paloma). Pero durante la presentación no se decía nada acerca de estos textos y voces, simplemente estaban allí, directamente, enunciados en aquel lugar en el que se había congregado a esas personas para que presenciasen todo ello.
La función de este público no era únicamente la de leer y oír estos textos, que a veces, como digo, superaban su capacidad de asimilación, para esto no hubiera sido necesario hacer una obra de teatro, se podía haber distribuido en grabación para que cada uno lo viera al ritmo que quisiese; la función de los asistentes, como la de todo espectador que acude a una obra teatral, es estar allí de cuerpo presente confrontados con una ausencia. El teatro es un lugar donde siempre falta alguien, si no, no se haría teatro. Tiene que ver con la idea de asistir a un rito religioso, a una ceremonia o a un velatorio, lo significativo es estar allí, contribuyendo a hacer ese tiempo y ese espacio con los demás. Esas presencias terminan formando un grupo, una especie de identidad difusa en torno a un espacio en el que hay un vacío.
La necesidad de formar un grupo está en el centro del fenómeno teatral, pero se trata de un modo de formación que tiene unas características propias. No basta con reunirse, hace falta que el motor de esta reunión funcione a través de un juego de ilusionismo, que puede ponerse en acto de modos muy distintos. Puede tratarse de un juego de ilusionismo poético, cómico o erótico, de ilusionismo histórico o religioso. Pero en el centro lo que hay es una ilusión en la que se invita a creer a un grupo de personas para que le den realidad. Si el juego funciona, los asistentes le darán credibilidad y de la ausencia surgirá una presencia, una ficción, una historia o una memoria, que terminará siendo la historia y la memoria de quienes asistieron al acto, de manera individual, y que por un momento pasaron a formar parte ellos mismos de esa ilusión colectiva. A través de la ilusión particular propuesta en cada obra, se termina generando una ilusión última, que es la de formar parte de un grupo, la ilusión de compartir una historia y un pasado, la ilusión de una identidad planteada como posibilidad, es decir, como conflicto.
Podíamos entender el teatro como una práctica artística cuya función es la de convocar a un grupo de gente para llevar a cabo un acto de fe, el acto de creer en algo en función de un representante físico, sonoro o visual. Detrás de este representante se abre un vacío, y sobre ese vacío se levanta la magia teatral, su fuerza poética, cómica o religiosa, su capacidad de seducción, es decir, su capacidad de convocatoria. Esa es la potencia del teatro, la potencia de crear (la ilusión de) un grupo, de crear durante un tiempo una identidad colectiva, un nosotros en torno a algo que sólo existe porque los allí reunidos realizan un acto de afirmación con su presencia: “creemos en ello”.
El teatro es una pura potencia, carece de obra. Por eso resulta tan fácilmente manipulable. Es una carta en blanco para que cualquiera, con el suficiente poder, le invente una historia y un destino. Los historiadores lo saben bien, la historia del teatro es una historia imposible, es sólo una posibilidad que se desvanece tan pronto como se escribe. Se puede hacer la historia de los restos que el teatro ha ido dejando, pero no del teatro en sí; aunque en verdad no se puede hacer ninguna historia o se pueden hacer todas (lo cual no quiere decir que todas sean iguales), porque todas las historias son mentira, aunque sean necesarias, y la del teatro es el paradigma de esta mentira. Como cualquier otra historia, la del teatro está hecha de restos, los restos de una potencia. La obra teatral es el resto que da testimonio de que esa potencia de grupo existió. El teatro nos habla de una voluntad de hacer en primera persona del plural, de una voluntad de hacer con, de hacer contigo, con vosotros, para que haya un nosotros, un grupo convocado en torno a una ilusión. ¿Cómo se hace la historia de una voluntad (de hacer teatro), de una ilusión?
La obra es el lado más incierto del teatro, su cara menos fiable. Por eso el teatro sigue existiendo aunque apenas llegue a representarse, aunque a penas lo vea nadie, porque lo justifica una voluntad de hacer para la cual la obra es sólo la mentira última, su justificación más engañosa, la ilusión que deja de ser porque se vio realizada en algo que no perdura. El teatro es todo lo que queda fuera de esta obra de dudosa realidad, es decir, todo, una ilusión, un juego, la poesía del engaño, un testimonio, un acto de fe, un encuentro y, sobre todo, una posibilidad. La posibilidad de una acción, de una actuación, de otra historia (aludida), la posibilidad de poner algo en movimiento sobre el azar de un encuentro. El teatro es la prueba de una posibilidad, pero también el testimonio de su imposibilidad. Hay teatro porque algo falta. Es la imposibilidad de la obra, de la historia, de un sentido que vaya más allá de lo que aquí y ahora se está haciendo, de lo que está sucediendo en este mismo momento.
“Si las cosas siguen así, ¿te irás?”, le pregunta Alberto Núñez a Ziad Chakaroun. “No sé”, le responde este. “Si las cosas siguen así, ¿te irás?” le pregunta Ziad Chakaroun a Alberto Núñez. “No sé”, le contesta este. El teatro es la afirmación de una incertidumbre expresada cara a cara, lo demás es la historia tratando de ocultar su imposibilidad, la historia imponiéndose a toda improbabilidad, negándose como posibilidad de hacer con, de un nosotros construido desde una voluntad incierta que sabe que no dejará ninguna obra tras de sí, sólo la prueba de una voluntad, una ilusión puesta en acto.
La propuesta de Renjifo parece construida sobre una operación de reducción, como si el trabajo del artista consistiera solamente en un ir recortando y recortando hasta quedarse con unas pocas cosas, muy pocas, que son las que se muestran. En el programa de mano, también reducido a su mínima expresión, se habla de “una poética de la pérdida y lo pequeño” como característica del ciclo iniciado con este trabajo, El exilio y el reino; también se habla de dolor y redención. Todo el trabajo aparenta una tranquila sencillez, la selección de unas voces, unos textos y una acción reducida a su mínima expresión. Sin embargo, esas pocas cosas, mostradas en la cercanía de un espacio reducido, casi en la intimidad de un encuentro de amigos, remiten a otras cosas que no están ahí, pero que son evocadas. En primer lugar, el resto, lo que se quedó fuera, lo que no se mostró en la obra. La severa fragmentación de los materiales apunta a todo lo demás que no entró, pero que sin embargo se deja adivinar. Y con ese resto de los materiales, el resto de las grabaciones, de textos, acciones y quizá incluso de imágenes, que uno piensa de mayor cantidad que lo expuesto en la obra (en el caso de las imágenes todas, porque no se muestra ninguna), se imagina también las realidades a las que tampoco se alude directamente, realidades históricas y situaciones concretas que solo quedan referidas de manera abstracta. La misma privación de imágenes opera para los datos concretos. Es como un paisaje de cosas mínimas, de palabras, azares, risas y jirones de ideas discutidas en abstracto. Lo mismo ocurre con las citas literarias seleccionadas, que se proyectan desde su máxima capacidad de evocación, desde su máxima abstracción. Al espectador le queda, en un acto de fe colectivo, poner caras y nombres, llenar el espacio vacío con personajes e historias. La posibilidad de la historia.
Una representación es un mecanismo de inclusiones y exclusiones, una maquinaria fundamentalmente política, que hace visibles unas cosas y oculta otras. El teatro puede participar de la representación, como del espectáculo, pero en sí mismo no es ni representación ni espectáculo, es una situación espacial, la construcción de un lugar en el que pueden darse representaciones y espectáculos, pero no necesariamente. El teatro no nos habla en primer lugar de inclusiones y exclusiones, aunque las haya, sino que desde su misma disposición lo primero que dice lo dice en términos espaciales, de proximidades y distancias. Ese es su primer lenguaje, un dispositivo construido para proponer un juego de distancias. En el espacio teatral la primera distancia no es la que separa al actor del personaje (esa es la distancia de representación), sino la que hay entre los espectadores y, al mismo tiempo, de cada uno de ellos con el espacio donde se realiza la obra y, viceversa, la distancia del espacio de nuevo con cada espectador y con el grupo en general.
En el espacio de
En la segunda acción, cuando los dos actores vuelven a bajar al escenario y se tumban boca arriba, uno encima del otro, igual que antes pero con otra orientación, la voz de Fernando Renjifo invita a quien lo desee a acercarse para mirar más de cerca. Los espectadores que bajaron se convierten en parte de la obra, inevitablemente, al tiempo que pasaban a ser otro tipo de espectadores. Abandonaban el grupo para individualizarse. La posibilidad de moverse libremente por el espacio de actuación crea otro tipo de relación con la obra. La obra empieza a apelar a cada uno y la idea grupal o colectiva que sobrevuela el hecho teatral, acompañada de una cierta ceremonia, se desvanece. Este es el modo de comunicación del arte moderno, promovido desde espacios paradigmáticos como las galerías, reflejo al mismo tiempo de una época en la que resulta difícil sostener identidades de grupo. El arte ha desarrollado un diálogo entre este modo de comunicación más ágil que el teatral y la idea de la obra como algo que está ocurriendo, un procedimiento que sí constituye el hecho teatral. La galería limita con un modo colectivo de recepción, el imaginario de grupo que rodea todo lo teatral y que está en la base del rito.
Las potencias del teatro crecen desde la conciencia de su fragilidad como acontecimiento de grupo. Se afirma como voluntad de hacer con en la medida en que se acerca a los márgenes que lo niegan. Hay teatro porque nos falta algo. Esa es la prueba de su imposibilidad y por eso también es posible. Se celebra una carencia y un destino. Pensar el teatro como capacidad de afirmación de lo incierto, a mitad de camino entre la ausencia de obra y la presencia fugaz del grupo, permite abrir un lugar de una enorme especificidad social y estética. En ese lugar el yo y el grupo, el sentido y la historia se deja ver cada uno como límite del otro. La potencia del teatro opera en la medida en que recupera su fragilidad originaria, en los márgenes con otros espacios y modelos de comunicación, su no historia en relación con su historia impuesta, su sentido grupal frente al individuo, lo fugaz de un instante frente al escenario como espacio de poder, su posibilidad frente a su imposibilidad.
Ó. C.
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