sábado, 31 de mayo de 2008

insultos al artista

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El señor E. salió indignado. ¡Una espada de Damocles! Tres horas con la amenaza constante de que le echaran de la sala en cualquier momento. El artista dijo que iban a echar a los espectadores que ellos decidiesen, qué grosería. Él y su amiguita Angélica Liddell, que vino a hacerle compañía, a decirse el uno al otro lo mucho que se querían. Y eso que si no es por ella el señor E. acaba en la calle. ¡Echar al público de la sala! Si lo hubiera hecho hace cuarenta años hubiera pasado a la historia; si lo hace ahora es un patán. Al señor E. le sacaba de quicio que le insultaran en público, se consideraba herido en su amor propio y lo tenía como una falta grave de educación. ¡Qué se habrá creído, este niño mimado, hijo de papá! Si quiere echar a alguien que se monte el show en su casa. Encima el grupo más amenazado era el de los tesinandos, gente joven que realizase tesis doctorales sobre los artistas, a los que de manera graciosa les llamaban "tesinos". ¡Pobres!, se compadeció el señor E., no tendrán suficiente... para que encima les echen de los teatros. Los más débiles al paredón. ¡Contenta debe tener a la madre viendo a su hijo, que ya pasó la veintena, insultando a todo el mundo! ¡Qué liberado y qué creativo nos salió! Como si en el mundo solo existiera él; él, su gato, su novia y su empresa, teatral por más inri. Y así se fue encendiendo, echando pestes a los cuatro vientos, mientras se perdía entre la marabunta de la Plaza de Chueca.

A este le ponía yo un par de añitos a trabajar, a trabajar de verdad, no eso de levantarse cada mañana a ver la majadería que se le ocurre para la próxima obra —le decía a su compañero ocasional de barra mientras pedía la segunda copa—; entonces tendría algo que comunicar (porque él dice que no hace arte, que lo que hace es comunicación… en lo primero sí que lleva razón). Para comunicar hay que tener algo que comunicar, y este lo único que tiene es su arrogancia, sus ganas de exhibirse y su falta de pudor (si al menos se hubiera tomado la viagra que anunció, pero ni eso). Cuando todo lo que tiene para mostrar es su glorioso pasado punkarra, sus músculos de gimnasio y sus ganas de ser famoso, lo mínimo que debía hacer al ponerse en público es expresar su vergüenza por estar ahí, ocupando el tiempo y llamando la atención de los demás, cómo si no hubiera otra cosa que hacer. Pedir disculpas por montar un circo más entre los miles de circos a los que asistimos cada día, y encima sin tener nada que decir. “Siento hacerles perder el tiempo”, por ahí tenía que haber empezado, por un gesto de humildad, como el del olivo callado en su plaza, en lugar de anunciar que va a echar al público. ¡Qué desatino! El compañero de barra, mientras miraba alrededor buscando la oportunidad de deshacerse de tamaño pelma, trataba de separar su oído del señor E., que gritaba cada vez más, salpicándole la cara con un rocio inmundo.

A un espectador se le ocurrió escribir en un teclado que se había entregado al público algo sobre el Quijote, y entonces, claro, la oportunidad para arremeter contra los escritores, que si los escritores eran esto y lo otro (la palabra “puta” o “hijodeputa” formaba el ochenta por ciento de su vocabulario). Violencia y dulzura, sí, y una arrogancia que no es de recibo, señor mío, que ancha es Castilla para que tengamos que estar aquí aguantando esto, que en el mundo pasan y nos pasan otras cosas para estar aquí viendo cómo este se apaga un cigarro en el cuerpo o se cose con las cuerdas del chelo. Que no te puedes quedar arrobado en el séptimo cielo tocando a Bach y luego mandar a la mierda a todos los escritores, porque los escritores son algunos más que esos cuantos autores de teatro a los que decía odiar con toda el alma, que hay cosas y gentes a quienes odiar antes que a los putos autores dramáticos, al puto teatro y al puto público. Que Bach y San Juan de la Cruz, Shakespeare o Monteverdi, Arvo Pärt y Genet están en lo mismo -se sonrió por lo completito que le había quedado el despliegue cultural, regalándose con una calada al cigarro y un trago generoso a la copa, y prosiguió-; que el enemigo no es la cultura, los escritores o el arte, el enemigo es el sistema del que tú formas parte, el sistema que te dice que expresando tu violencia eres más libre, más tú mismo, más auténtico. Luego le tocó el turno a los iluminadores —en este momento se dio cuenta de que estaba ya solo, pero le dio lo mismo y siguió con el tralará—, que también unos hijosdeputa, o algo parecido… ahí salió Angélica para decir que contra Carlos ni una palabra. Contra Carlos Marquerie, claro.

Así transcurrió la noche, hablando consigo mismo, lanzando improperios de los que parece más prudente no dejar registro. “¡Cuánta razón tenías!”, le decía a Michi, que hacía lo posible por ponerse a salvo de su andar inseguro, ya de vuelta a casa, a la mañana siguiente, “la próxima vez me voy al cine”, y se dejó caer en el sofá, arropado con los preludios de Bach, mientras jugaba todavía con el dedal que le tocó en suerte en la obra.